Echo de menos la playa. Los veranos de mi infancia cerca del
mar. No era una playa especial, era una
más, una cualquiera, pero ella mi playa. Lo que tenía de impresionante era el
mar. La arena oscura, ya sin conchas, resaltaba aún más su tranquilidad. Un mar donde apenas quedan los, antes
comunes, caballitos de mar. Un mar cuyo color era del color de cielo. Cada día,
cada hora mientras el sol se iba poniendo cambiaba su color. Ya saben, ¿de qué color es el mar? Del color del cielo. Pero aún era muy
pequeña para saberlo.
De niño no te fijas en eso. Solo estás pendiente de jugar y
de pasarlo bien. Deberíamos de mayores aplicar esta misma filosofía. En esa mi
playa, el verano pasaba “cazando” medusas. Era toda una realización personal.
Nosotros, los valientes, nos metíamos en el agua plagada de estos seres para sacarlas
fuera y que la gente pudiera bañarse con tranquilidad. Aún los guardianes guardamos cicatrices
de nuestra misión. Cicatrices que hacen que me acuerde siempre de esos veranos.
Recuerdo cuando
sacábamos una balsa llena de medusas. Y de como los mayores que paseaban por la
orilla nos aplaudían y nos instaban a enterrarlas bajo la arena. Éramos toda una entidad y nuestro trabajo, un bien común.
Recuerdo también con horror las dos horas de digestión. Dos
horas que se desaprovechaban porque teníamos que dormir la siesta o, en su
defecto, no poder salir a la calle. Esas dos horas de cautiverio en casa hacían
que nos parásemos a pensar que íbamos a hacer luego. Eran las horas de los
planes, fuera hacía demasiado calor como para salir a las calles de Murcia en
agosto. Pero de pequeños no nos parecía que el calor fuera tan mortal. De niño
no te fijas en eso. Solo piensas en correr y hacer cosas nuevas o repetir las
que te gustan.
Lo mejor venía por la tarde. Los baños en el mar. A esas
horas el sol ya no picaba tanto y la gente empezaba a dispersarse y a
irse. La playa era nuestra. A veces los mayores
se venían con nosotros y jugábamos todos. Tenía su punto que te hicieran un poco de caso. La vuelta con ellos tenía sus
ventajas, siempre caía un helado para el camino hasta casa.
Y con nuestra llegada, llegaba el caos. Prohibido entrar a casa con arena, así que "manguerazo" en el patio y a la ducha.
Y con nuestra llegada, llegaba el caos. Prohibido entrar a casa con arena, así que "manguerazo" en el patio y a la ducha.
Una vez limpitos y arreglados tocaba mancharse. Aquellos días los hacíamos larguísimos. Y aún tras la hora
de la merienda quedaba tarde para rato. Esos bocatas de chocolate eran nuestros preferidos y nos sabían
a gloria. Ya teníamos las fuerzas recuperadas. Encarábamos con energía la tarde.
Después de los bocatas tocaba ir con la pandilla. Nos
juntábamos con el resto de niños de la calle y nos íbamos al parque. Parques que cada día albergaban una historia nueva. No nos
preocupaba si les caíamos bien o mal, si tendríamos problemas para sociabilizarnos, solo estábamos todos pasándonoslo bien. A día de hoy me siguen gustando mucho los parques.
Y ya después de eso seguía el día, mejor dicho se iba. Venía
la noche, pero no por eso parábamos. Tocaba poner la mesa y cenar en el porche con el resto de la familia. Por
supuesto no faltaba la tele con el Gran Prix, siempre apoyando al equipo
amarillo. Pequeñas cosas que lo hacían aún más interesante.
Y si era mitad de agosto estábamos de suerte. A las 12
tocaba ver la lluvia de estrellas. Recuerdo que había muchísimas estrellas
fugaces que luego aprendí que se llamaba "las lágrimas de San
Lorenzo". Ahora no se ven todas las estrellas, y menos las fugaces, hay demasiada luz y para
verlas se necesita un poco de oscuridad. Hoy apenas puede verse la luna.
Recuerdo que estaba muy feliz allí. No recuerdo ser la
esclava del reloj ni de los horarios. Recuerdo que con una sencilla flor se
arreglaban las cosas. No existían en esa playa las borderías, ni las dobles
caras. No compensaban los enfados, no teníamos que perder el tiempo en eso.
Cada día era una aventura y una lección.
Recuerdo la paz de sentir el sol en la cara. Recuerdo que no
recuerdo problemas.
Recuerdo que con mi ilusión y mis mil planes era feliz y a la gente eso también le hacía feliz. Me comía el mundo con ellos, no importara que a veces me
cegaran mis sueños, el mundo me gustaba más así. También recuerdo que nadie quería
cambiarme ni querían cortarme las alas a los pájaros de mi cabeza. Pájaros que
son los que me hacen sentir realmente libre, que hacen sentirme como en mi
playa.
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